[La escritora Concha Vallejo nos cuenta en este texto cómo fue su primer contacto con el paisaje mágico de Monument Valley, en el lejano oeste americano]
No podía apartar los ojos del paisaje. A pesar de un viaje agotador conduciendo por las interminables carreteras de Arizona, aquel día había madrugado. A las cinco y media ya estaba de pie en la terraza de mi habitación de hotel, con los ojos muy abiertos para no perderme nada de un espectáculo natural sin parangón, a juzgar por las guías.
A las seis menos cuarto, un rayo de claridad rasgó el velo opaco que enlutaba el paisaje y unificaba sus formas en una nada sin contornos. Estaba amaneciendo. En solo unos instantes la claridad se hizo patente. Ya convertida en luz, tiñó el horizonte en amarillos intensos y se desparramó, generosa, por los transparentes cielos azules más cercanos. Más tarde avanzaría hasta otros espacios más lejanos, aún oscuros, y trocaría su espesura en nubes blanquecinas.
Seguía amaneciendo. Y yo permanecía completamente quieta, deseosa de que aquella demostración de belleza se prolongara en el tiempo y en el espacio.
Pronto se comenzaron a percibir nítidamente los contornos desiguales de las enormes formaciones geológicas, que escapaban poco a poco del profundo letargo de la noche e iban emergiendo serenas e imponentes a medida que el sol, el dios navajo, las iba acariciando. Luego, el astro rey se desprendió lentamente de los últimos girones de sueño y cubrió a la tierra derritiendo los residuos del hielo de la noche.
Durante todo este tiempo, mi respiración se había ido haciendo cada vez más pesada y el aire apenas llegaba a mis pulmones, mi ritmo cardiaco se había acelerado. No podía moverme. Las lágrimas rodaban mansamente hasta la comisura de mis labios, sin yo habérselo ordenado. La emoción más profunda me embargaba; tan desmedido era mi goce ante aquella belleza que creí experimentar el síndrome de Sthendal.
El sol, ya completamente despierto, lanzaba sus rayos amorosos a diestro y siniestro para que estos insuflasen aliento y calor a sus amadas tierras de la reserva india. A su vez, ellas, sus hijas complacientes, le ofrecieron en un reverbero milenario sus ardientes colores: los ocres, los sienas, los magenta, los rojizos, los tejas, los burdeos, los carmesís, los guinda… El dios sol navajo había vencido de nuevo a las tinieblas. Y en esa plenitud de trueques, el aire se tornó anaranjado, envolviéndolo todo, incluso a mí que contemplaba aquel prodigio desde una terraza. Y fue en ese preciso instante cuando por primera vez sentí lo que di en llamar, por no saber qué era, “la presencia.” Mi pulso se aquietó, mi respiración se hizo rítmica, abrí los brazos para recibir, o quizás abrazar, y una amplia sonrisa se dibujó en mis labios.
Petrificadas olas de arenisca rojiza lamían la planicie, y en ese mar tan seco nadaban los matojos de una incipiente primavera. Los árboles, de formas retorcidas por la acción de los vientos, dibujaban figuras caprichosas, integrándose con sus tonos rojizos o grisáceos al valle milenario, al tiempo que se inclinaban respetuosos ante esas figuras gigantescas que se elevaban cientos de metros en el aire. Ellos también vivían bajo el hálito amoroso de aquella presencia que todo lo abarcaba, incluso a mí, una extranjera que se sentía hipnotizada por aquellos colores tan profundos, por aquella belleza inexplicable. Y por unos instantes, yo también fui paisaje. Y comencé a sentir una paz lenitiva, un abandono dulce ante tanta hermosura, una emoción sencilla y primigenia. Supe que la presencia me había tomado en sus brazos y me acunaba tan delicadamente como mecía a aquellas moles tan inmensas. Y yo formé un todo con la Mesa de Mitchell y con la Merrick Mitten. Las Tres Hermanas me invitaron a erguirme, como ellas, horadando el cielo. Un aurea suave jugaba entre sus grietas.
Acepté, y otra vez fui paisaje; paisaje y algo más, algo profundo que formaba parte de un todo amalgamado desde siempre en aquella presencia.
––Abuela, ya estamos todos en el coche –me llamó mi nieta, rompiendo el hechizo.
––Ya voy, Blanquita, dame solo un momento ––contesté, sabiendo que aquel era el lugar; que, de quedarme allí, la presencia hubiera conducido con una mano sabia mi mano más pequeña y entre las dos hubiéramos escrito historias milenarias.
Pero ya no era tiempo.
Concha Vallejo
Fotografías: Aetheria Travels
Monument Valley 📍Utah / Arizona 📞 +14357275870 @ info@navajonationparks.org 🌐 navajonationparks.org
Al navegante: no conviene ver ni leer estas imágenes ni estos textos. Son ficciones hermanadas con una realidad distante y cara -de alcanzar- que nunca había visitado hasta esta mañana. Lo he hecho desde casa, tomándome un café. ¿Y ahora…? Pues no sé. Mal asunto porque me he quedado con las ganas de experimentar la imagen y la letra arriba expuestas, a ver si aquella realidad supera el regalo de esta ficción. Pronto lo sabré…
¡Mil gracias por tus palabras! Sí, tienes que comprobar pronto por ti mismo la magia del lugar, que no es poca. Ojalá podamos volver pronto; entretanto viajaremos por aquí…
Increíbles las fotos y hechizante el texto.
Nick, ¡muchas gracias por tu comentario de parte de la escritora y la fotógrafa! Sin duda el lugar tiene algo que embruja, vale la pena conocerlo…