AETHERIA TRAVELS
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El viaje del escritor
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Decía Robert Louis Stevenson que si queremos viajar, lo mejor que podemos hacer es sentarnos en el sillón de casa.

Para un viajero impenitente como él, no deja de ser chocante la propuesta que nos hace, este apelar a nuestra imaginación para transitar mundos lejanos y rutas desconocidas que nos desvíen de la monotonía de lo cotidiano.

Con toda seguridad, hablaba el escritor, hablaba el enorme fabulador que llevaba en su interior.

Siempre he pensado que la idea del viaje está ligada al acto de escribir si es que acaso, ambas actividades, no fueran lo mismo; viaja, por supuesto, el escritor cuando escribe, unas veces, sin rumbo claro y, otras, con la ayuda obligada de una brújula que lo devuelve cada poco hacia un norte perdido, y viaja, también, el lector cuando apura, frase tras frase, las sendas que el escritor le propone; para ambos, un viaje a lo desconocido porque ninguno de los dos sabe cuál será su destino, ni siquiera qué les ocurrirá cuando acaben una página y den comienzo a otra; un viaje que puede ser tortuoso y estar plagado de tormentas o, por el contrario, bonancible y placentero si somos empujados por piadosos vientos, en cualquier caso, siempre llevados por la capacidad evocadora de las palabras y el atractivo de unos personajes que estimulan nuestra imaginación:

Qué fue Ulises sino un viajero en pos de su añorada Ítaca,

Qué fue Alonso Quijano sino un viajero tras un ideal,

Y qué fue Hamlet sino un viajero de certezas imposibles.

Volvamos a Stevenson.

Un día de 1881, en el interior de su casa, aislado del proverbial frío de las Tierras del Norte y de la pertinaz lluvia escocesa, y, seguramente, sentado en su sillón tal y como nos proponía, Robert Louis está a punto de iniciar uno de los viajes más atractivos que nunca se hayan escrito, ante sus ojos se halla el mapa de una isla dibujado por su hijastro y ante su imaginación los misterios que se encerraban en el interior de las líneas trazadas; demasiados alicientes para un viajero de la escritura como él, su respuesta, de todos conocida: una posada, El almirante Benbow; un niño, Jim Hawkins; un bucanero, Billy Bones; un muerto, el cofre y el mapa; más piratas, Long John Silver y Black Dog; una goleta, La Hispaniola; una tripulación aviesa y una travesía de motines a punto de estallar; la isla, el Cerro del Catalejo y la Cala del Carnero; Ben Gunn, un habitante abandonado años atrás, y, cómo no, en ese mapa, una cruz y un tesoro…

Pero no fue solo eso, fue algo más lo que Stevenson, desde su sillón imaginativo, deslizó sutilmente hasta el lector —en este caso, yo—, se trataba de una revelación crucial para entender que lo que da sentido a cualquier viaje, incluido el de la escritura, es, por encima de todo, la aventura, el placer que deviene del encuentro con lo incierto y con lo novedoso.

Por eso, imitándole, y desde el sillón de mi casa, os propongo aquel mismo viaje que hace años imaginó el escritor escocés, un viaje repleto de aventuras que se inicia así:

«El caballero Trelawney, el doctor Livesey y los demás gentileshombres me han pedido que relate los pormenores de lo que aconteció en la isla del Tesoro…»

Manuel Cardeñas Aguirre


Fotografía: Retrato de R. L. Stevenson, por John Singer Sargent


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